Parvas

La primera vez que sentí deseos y admiración por un músico fue por alguien que con los años se convertiría en mi amigo, compañero de tragos y canciones. Hoy él es el barman del Four Seassons Hotel (ex Hyatt), creador del Ginger Martini y se dio el lujo de tocar una noche con Keith Richards, cuando se alojó en ese hotel durante el Vodoo Lounge Tour.
Cuando lo conocí yo tenía 17 años y él 30. Recién había terminado el secundario y me perfilaba para Letras en la UBA. Él había hecho unos años de Letras en La Plata y era dueño de los excesos por naturaleza, razón suficiente para enamorarme. Descontemos que tocaba la guitarra divinamente –ya le decían Page- y era dueño de una voz gruesa pero melancólica.
En las vacaciones que nos conocimos yo tenía mucha música encima y ganas de noches y eso nos unió. Nos quedábamos madrugadas enteras en el bar del pueblo tomando vino, blanco a mis 17, tinto a sus 30, mientras me cantaba canciones y hablábamos de literatura y sueños. Y al día siguiente lo veía aparecer en la pileta y sentía una danza en mi pecho, como si bajara de la montaña rusa, esa sensación de caída libre que antecedían a los nervios adolescentes. Lo admiraba por sus canciones tristes y sus historias increíbles que denotaban experiencia. Yo le dije que a partir de él me había vuelto la fan número 1 de los músicos, de todos, porque son ellos los que me elevan a través del sonido. Son los que transmutan al silencio en música.
De vez en cuando hablamos. Mi amor platónico por él se desvaneció, no sé si fue producto de los años que me quitaron inocencia o porque conocí a muchos otros músicos. Pero sé que él fue al primero que admiré.