Pasó una chica linda, otra corriendo y un chico (que no era lindo) me miró. No conozco a nadie de los que están acá. Un viejo está solo como yo, ahí, en una mesa al costado, mira para afuera apoyado en el respaldo de la silla. Un chico (éste sí es lindo) con una compu impoluta sobre la mesa, miraba el monitor y sonreía. Ahora no está más, no me di cuenta cuándo se fue. Debería haberlo mirado una vez más. Qué les pasará a todos estos que están dejando las horas pasar, como yo. Entra una rubia de perfume europeo y más tintura que buen gusto y se pone a hablar por teléfono. Yo me parezco más al viejo que mira la calle que a la rubia de agenda completa y aros enormes. El último mes tomé más alcohol que en todo el 2010. Eso se nota en mi boca que habita herpes y se oscurece de vino. Beber hasta perder la conciencia. Eso hice. Llegó el novio de la rubia con un regalo. Ella está contenta y yo también, de sólo verla. Mi voz también se vuelve gruesa como la de una tanguera. Cantaría pero todos estos de acá me intimidan. No estoy tan loca. Tal vez sí, pero no quiero que se enteren. El peso de la cabeza. El peso de las sienes que se propaga hacia adentro y el límite jamás es claro. Un abismo horizontal. Estoy tan distinta a la última vez que pasé por esto, que saberlo me reconforta. Tengo la vida que tanto busqué. Las cosas que amo me abrazan, las personas que amo, me aman. Son hermosos todos los que me dan sus llaves, sus botellas, sus revistas. Los que me traen en auto, me dan pizza y no me critican. Me dejan fumar en paz. Una señora entró. Escribe un mensajito y respira fuerte por la nariz. El viejo que está solo se va. Tiene una bolsa con un estudio médico. Tal vez por eso estaba pensativo, pero nunca voy a saberlo. Suena el teléfono, corro a agarrar el mío, ilusionada. Pero enseguida atiende la rubia, “hola?”, dice canchera. Ella es la de la agenda, no yo. Avanzo. Avanzo más que vos, aunque mañana decida quedarme quieta.
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