El lenguaje del cielo

Me encanta la gente que baila. Que agarra y baila, así como así, sin importarle nada. Antes yo pensaba que no me gustaba bailar, pero la verdad es que me daba vergüenza, por si bailaba mal o si el pasito que hacía no era el último grito de la moda. Con antes, me refiero a antes de los quince. Después se me fue la vergüenza porque vinieron las drogas liberadoras, entonces bailaba como loca. Y reía y todo era tan genial que no existía nada más que yo y mi cuerpo en éxtasis, verde y glorioso. Pero ahora veo a la gente que no baila y me da un poco de pena, porque pienso que por miedo no despega sus brazos del tronco y se pierde de todo lo demás. Además, en los hombres, puedo darme cuenta de cómo se mueven en la cama, por ejemplo. Me encanta verlos bailar. Con Seba somos grandes bailarines. Es decir, Seba por separado baila muy bien y yo, no sé, nunca me ví, pero puedo decir que lo disfruto mucho. Juntos, cuando bailamos a lo bruto y con la boca abierta, bien grande, de reírnos, somos geniales. No nos veo, pero siento una felicidad cruda que se mezcla con besos y manos, y Seba da saltos, gira, va y viene, pone los codos de una forma que me hace reír y pienso en lo maravillosa que es mi vida.

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