El domingo pasado me invitaron a presentar el documental Noche sin fortuna, de Francisco Forbes y Alvaro Cifuentes. Fue un honor revisar nuevamente la obra del escritor colombiano y reafirmar que nos une mucho más que la literatura. Entonces preparé una exposición un tanto arbitraria cuya subjetividad en el amor contextual no pude evitar. Aquí están las palabras que quedaron después de haberme sumergido en el enorme universo Caicedo.
Andrés Caicedo es hoy un
nombre. Y es un nombre que está lejos. Porque ni siquiera es de acá, donde los
mitos nacen ni bien te morís. Se imaginan lo que hubiera sido Caicedo argentino?
Cuántas reediciones, cuántas muestras de arte, cuántos amigos contarían que
tomaron ginebra con él, con cuántos hubiera compartido noches, drogas, minas, como
mil amigos, hijos no reconocidos saliendo como hormigas debajo de las baldosas.
Exagero, obvio. Pero bueno, Caicedo es colombiano y seguro por eso me llevó
cerca de treinta años descubrirlo. Además, no sé cómo será en su caso cuando se
contagian de las ganas de leer un libro, pero cuando apareció Lore con ¡Que
viva la música! enseguida quise leerlo. Ella me re arengó, en parte por la
discografía que tenía al final y porque me dijo que era un libro re rockero.
Por lo general me contagio de la alegría de mis amigos al leer y así los libros
pasan de mano en mano, se pierden en bibliotecas ajenas y propias. Bah, yo
personalmente ¡Que viva la música! no lo presto, tengo un par de libros
sagrados y ése es uno, junto con Éramos unos niños, La novela luminosa y los de
Murakami, que por supuesto los tengo todos menos el último. Así llegó Lorena
con la noticia de que estaba editado en Argentina este tal ¡Que viva la música!
y otra amiga se lo había regalado para el cumple. Una tarde caminando por
Centenario, después de tomar un helado de palito frente a los patos de la
fuente, lo encontré en un puesto a 30 pesos, en una edición hermosa de Norma y
con prólogo de Fabián Casas. Doy gracias a Zeus por haber tenido plata ese día.
Alto babero me puse y emprendí la lectura. Debo decir que al principio me costó
enganchar la onda de los dialectos y las jergas colombianas pero enseguida esta
pelada siempreviva de 19 años se hizo carne en mí y lo dejé todo por leer su historia.
Caicedo (o María del Carmen Huerta, o la reina del guagancó o la Mona rubia) se va
de rumba una noche y nunca vuelve a su casa, nunca se hace de día, nunca nadie
la busca. La noche se pone cada vez más frenética, cada vez más loca y
desquiciada, entran las drogas, los amigos de la calle, el sexo, la violencia es
moneda corriente, todo se desvirtúa como una película que se pone peor con el
paso de los minutos y sabés de antemano que no va a terminar bien. Todo esto
musicalizado por los Rolling Stones y por música autóctona colombiana, cumbia y
salsa. Un manjar enterarse así de esta muerte dulce, una muerte que hubiera
querido tener yo a los 19 de haberme animado. O de haber tenido mala suerte. Me
devoré ese libro y busqué información de Caicedo por todos lados, en youtube,
google, en blogs, pero todo lo que encontraba era lectores aficionados y
algunos fans. Hasta que apareció este documental. Y por esas cosas del destino
o llamalo como quieras, este año entrevisté a su director, Francisco Forbes,
por otro documental, el de Los Alamos. Yo no sabía que era el mismo de Noche
sin fortuna. La tarde de la entrevista llovía que se cagaba y fue una de las
tormentas más salvajes del último año, igual tomamos cerveza mientras la lluvia
agujereaba ruidosamente las chapas de una sala de ensayo de Palermo. Hablamos
de Caicedo, del indie argentino y del post Cromañón. Forbes también se había
fanatizado con el escritor colombiano y allí fue, tras la huella que Andrés
dejó en las personas con las que compartió vida. Y acá está, en este documental
que se llama como un libro inconcluso que dejó el escritor: Noche sin fortuna.
El 4 de marzo de 1977, el mismo día que recibió el primer ejemplar de ¡Que viva
la música! Caicedo se mató tomando 60 pastillas de secobarbital. El documental
cierra con una carta que a mí, por lo menos, me hiela la sangre, ya verán.
**
A los 25
años, Andrés dejó un cadáver hermoso, y vaya si era hermoso. Él creía que vivir después de los 25 era deshonesto, era
repetirse ya que a esa edad se había superado la capacidad de asombro. ¿Cómo
juzgarlo? Tuvo un desencanto amoroso, no lo pudo resistir, viajó a Estados
Unidos, a pesar de no decir ni hello y de sentir verguenza por eso, lo cual queda
explícito en ¡Que viva la música!, cuando la Monita le pide a Ricardito
Miserable que le traduzca Milla de luz de luna, de los Stones. Cuenta la
leyenda que se sentía un analfabeto por no saber inglés. ¡En los ’70! Lo
innegable es que Caicedo amaba la música. Cuando en el '69 vio en vivo la
orquesta de Ray Barretto, el compositor del tema Que viva la música, supo que
era la mejor del mundo y que iba a cambiarle la vida.
***
Terminé ¡Que
viva la música! en la cola de un banco. Nada más paradójico. Me pareció re
careta terminarlo en el banco pero la vida también tiene esas cosas. Mi vida,
al menos. Y ese día le decía a Yann que quería irme a llorar a la cama. ¿El motivo? Ya pasé los 19 (incluso
los 27) y no dejé un cadáver hermoso. Crecí y me faltaron drogas por probar, fiestas
a las que ir, y libros por escribir. Podría traducirlo como la frustración misma. Pero
nada más oportuno que retomar uno de los últimos párrafos del libro: "No
accedas al arrepentimiento ni a la envidia ni al arribismo social. Es preferible bajar, desclasarse;
alcanzar, al término de una carrera que no conoció el esplendor, la anónima
decadencia". Antes había dicho “Sé que soy pionera, exploradora
única y algún día, a mi pesar, sacaré la teoría de que el libro miente, el cine
agota, quémenlos ambos, no dejen sino música. (...) Tú no te detengas ante
ningún reto. Y no pases a formar parte de ningún gremio. Que nunca te puedan
definir ni encasillar. Que nadie sepa tu nombre y nadie amparo te dé. Si dejas
obra, muere tranquilo, confiando en unos pocos buenos amigos. Nunca permitas
que te vuelvan persona mayor, hombre respetable. Nunca dejes de ser niño,
aunque tengas los ojos en la nunca y se te empiecen a caer los dientes. Tus
padres te tuvieron. Que tus padres te alimenten siempre, y págales con mala moneda.
A mí qué. Jamás ahorres. Nunca te vuelvas una persona seria. Haz de la
irreflexión y de la contradicción tu norma de conducta. Elimina las treguas,
recoge tu hogar en el daño, el exceso y la tembladera. Todo es tuyo. A todo
tienes derecho y cóbralo caro. Aprende a no perder la vista, a no sucumbir ante
la miopía del que vive en la ciudad. Ármate de los sueños para no perder la
vista. Olvídate de que podrás alcanzar alguna vez lo que llaman “normalidad
sexual”, ni esperes que el amor te traiga paz. El sexo es el acto de las
tinieblas y el enamoramiento la reunión de los tormentos. Nunca esperes que
lograrás comprensión con el sexo opuesto. Si te tienta la maldad, sucumbe:
terminaréis por rodar juntas del mismo brazo. Tú no te preocupes. Muérete antes
que tus padres para librarlos de la espantosa visión de tu vejez. Y encuéntrame
allí donde todo es gris y no se sufre. De no haber conocido nunca este son
salvaje, habría sido escuálida alma perdida, sin cuerdas por la selva. Yo
seguiré de frente, porque la rumba es como ayer, nadie la puede igualar, sabor,
la rumba es como ayer, nadie la puede controlar. Tú enrúmbate y después,
derrúmbate ”. Lo bueno es que a los 19 yo
ya había dejado de ser tímida. Ese mediodía de enero de 2010, salí del banco
con ganas de no crecer nunca más. De ver las cosas morir sintiendo mi permanencia acotada y
sorpresiva. Caminé por la avenida angustiada y llena de preguntas,
segura de que pasaría una temporada en la que desearía estar despierta las 24
horas del fuckin día. Y para mí, estar despierta las 24 horas del fuckin día es
estar loca, es estar sola, sin que nadie amparo me dé, es irme de rumba y no
volver nunca a casa, es ir al encuentro de una muerte dulce, con drogas y sexo,
pero sobre todo, con música. Que disfruten del docu, y qué viva por siempre la
música.
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