Dios es una máquina de humo

Subo al taxi, nena. Guardia Vieja y Medrano, le digo. Ok, me dice, y pone play. Me sonaba la canción. El loco de la calesita en una versión mejorada. Entonces la canto, medio en voz baja, por no molestar. ¿Querés que suba?, me dice el tachero, completamente pelado y con gorrita. Bueno, le digo, y me pregunto cómo es que escuchó que yo estaba cantando. Así atravesamos Palermo cantando, uniendo nuestras voces hasta llegar a una comunión impensada para dos desconocidos. Termina la canción y nos ponemos a hablar de los comienzos del rock en el país. A mi juego me llamaron, pienso. El tachero me pregunta cómo es que conozco esa música. Tengo treinta años, le digo. ¡Ahhhh! casi choca, y gira su cabeza un segundo para mirarme bien. Y así seguimos, hasta que me deja en la puerta de casa, le pago, pero no me bajo. Él ya estaba dado vuelta y nos mirábamos de frente. El espejito queda atrás. Llegamos hasta Janis Joplin en el repaso sesentista global. Le cuento cómo la conocí y me envalentono. Es que me encanta contar esa historia. Pero medio que me despacha. Se ve que quería seguir trabajando. Yo estaba verborrágica y olía a alcohol. La verdad es que tenía ganas de seguir conversando. Sobre todo de rock.