Por cuestiones que no vienen al caso tuve que ir a la guardia. Puedo ir a cualquiera de los sanatorios La Trinidad. Y yo justo estoy en el medio de Palermo y de Once, así que elegí el destino menos glamoroso y hacia allí me dirigí como cuatro o cinco veces en la semana. Hoy me calzo mis pantalones de cebra, domino un poco el pelo con el secador, y saludo con la mano a las personas que quedan en mi casa. El 64 enfila derechito por Pueyrredón, con su doble mano macrista que la hace parecer tan angosta. Por una razón que tampoco viene a cuento, no puedo pasar mucho rato en mi casa, así que ando paseando de acá para allá. En una de las visitas a La Trinidad, me voy a almorzar a un piringundín de por ahí. Sándwich de queso y tomate, con papas fritas y agua mineral. Ni muy muy ni tan tan. Leo unos diarios y me voy al pingo. Espero un ratito que me den ganas de comer el postre y camino rumbo a la heladería. Retomo Pueyrredón y me absorbe la cumbia. Me entrego. Me acuerdo de Caicedo y su rumba. Siento que este momento es especial. En clara actitud de seguir perdiendo el tiempo me meto, todavía mordisqueando el vasito del helado, en un ciber. En una de esas hay algún buen amigo con quien chatear. Por suerte siempre los hay. Uno de ellos ofrece cordial acogida y yo, encantada, acepto. Así que no sólo chateé, sino que pagué y me fui hacia Caballito en el 105, cruzando la plaza Once para llegar a Rivadavia. Le tiro un texto a Ceso: ya estoy en la puerta. Sale ella con el pelo mojado, prepara unos mates y me ofrece agua. Deja a Nakata del otro lado, consciente de mi alergia y de la personalidad de su gato: juntos somos dinamita. Nos tiramos a charlar en el piso. El día estaba divino. Entraba aire fresco por su ventanal y toda la luz de las tres de la tarde. Hablamos de todo lo que nos incumbe. Imagínense. Hora de despedirnos. Sigo la marcha de mi autoexilio y vuelvo a mi casa en un taxi. Cuando busco las llaves para entrar, noto que la cartera está muy liviana. Demasiado liviana, teniendo en cuenta que, mínimo, llevo mi libro conmigo y mi agenda. Y esas dos cosas juntas pesan. No por nada tengo una maxicartera para los eventos que me insumen toda la mañana y parte de la tarde. Siempre necesito todo lo que tengo en la cartera: mi libro, que me lo había olvidado en el ciber. Chequeo un par de mails (Musimundo me manda una “Promo Canchera” que elimino sin abrir), escucho los mensajes del contestador y salgo de nuevo para Once. En una de esas, quién te dice, un alma caritativa leyó la dedicatoria del libro y decidió no llevárselo.
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Comentarios
cuál era? recuperaste?
qué raro que no te diste cuenta en el bondi, qué habrás ido pensando que no quisiste leer en el colectivo?
un gusto recibirte en mi humilde morada, aunque era un desorden.
ya le taché el "para julia con cariño" y puse "para la criatura con admiración", total todos los escritores tienen una letra de mierda...
Fede: jajajajaa, me sigo inclinando por el torno, según mi experiencia terrorífica dentisteril. Ojalá pronto tengas que dejar de ir.
Criatura: El libro tenía una dedicatoria de mí hacia mí. Cuando me compro libros, me los dedico. Todos todos tienen que ser dedicados. Con admiración, Julia.
Besos