Le pido fuego a una chica que, como yo, ocupa una unimesa y la paranoia se sosiega mientras escribo. Fue hace más de diez años que de un Falcon destartalado bajaron dos tipos con pistolas apuntándonos a nosotros dos, y a los gritos. Gastón tuvo que enrollar el porro, hacerlo un bollito, y tirarlo con mucho cuidado lo más lejos posible.
- Vos ponete al costado – me dijo uno de los tipos, y zafé de que me palpara. El otro buscaba con una linterna alumbrando la cuadra mientras el primero tocaba a Gastón. Le separaba las piernas en cuarenta y cinco grados con sus propias piernas y golpeaba el costado de su cuerpo. Gastón tenía la mirada fija en las baldosas y las palmas empotradas en la pared. Quise prender un cigarrillo pero el tipo que revisaba a Gastón me dijo que no me moviera.
- Rajá de acá, nena, andá para tu casa – me gritó el de la linterna – No quiero verte con este pibe. Y vos, caminá para el auto – le ordenó a Gastón. Caminé las ocho cuadras a oscuras hasta llegar a mi casa en un récord de tiempo inédito para mi pachorra de bambula. Me metí en la cama y lloré un rato. Al otro día Gastón no apareció por el colegio como lo hacía todos los mediodías. No estaba en la lomita sonriendo, pasándole la lengua a su cigarrillo armado. No apareció más.
Casi diez años después, en mi unimesa del que considero el mejor bar de Capital, donde conocí a Sebastián, releo la libreta con versos. Y pareciera que me quedé en el tiempo.
Siempre olí todo,
pregunté todo
y sentí esos reflejos desde que yo era parte de mi madre.
Mi madre fue joven.
Habló,
gritó
y corrió.
Me escribió poesías
y me recibió.
Su ausencia me deja estática.
No entiendo qué hace la policía en esta esquina.
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