La esquina azul

El patrullero sigue dándome miedo con las luces azules que giran. En la calle, los pibes están como si nada. Muchos en este bar siguen pidiendo más cerveza. En un acto reflejo, meto la mano en mi bolso y saco la billetera. Veinte pesos, algunas monedas y un par de papeles con números de teléfonos. Pero la papeleta del DNI en trámite brilla por su ausencia. Igual que Sebastián. Este es nuestro punto de encuentro desde que nos conocimos acá mismo hace cuatro meses, cuando yo estaba con mis amigas y él con sus amigos. Chocamos en esos intercambios culturales que se dan entre las mesas de los bares después de las dos de la mañana. Su sonrisa enseguida me hizo recordar a la de Gastón esperándome en la lomita del colegio. Los dos tenían esos ojos que sonríen sin mover la boca. Siempre me fijé en esta cualidad de las personas, porque es algo que se trae desde la placenta. El brillo en la mirada no se logra con práctica ni se compra. Ya había visto su forma de sonreír y, como estaba desinhibida por la cerveza, me levanté y le pedí fuego. El flechazo fue inmediato, aunque no sé qué habrá visto él en mí. Sebastián es más grande que Gastón. Claro, pasaron casi diez años y yo también soy más grande. Gastón sabría decirme con exactitud cuánto más grande. Él tenía la costumbre de hacerme notar las cosas en las que yo cambiaba. Por ejemplo, si siempre me había gustado pedir ciertas galletitas en el almacén y al tiempo pedía otras, eso me lo hacía notar él. Y además afirmaba que cada cosa que yo cambiaba era un paso hacia el umbral de las mujeres. Yo casi nunca quería dar ese paso, pero a veces se me escapaba y Gastón advertía que mi niñez quedaba cada vez más atrás. Cuando él no apareció más ni en la lomita del colegio ni en la puerta de mi casa, ni siquiera en la puerta de su casa, yo di cien pasos juntos. Fue lo más turbio desde la desaparición de mi madre. Mis ojos brillaron desde la placenta hasta el día que ella desapareció. Vi fotos anteriores, cuando yo era realmente chiquita, y de verdad sonreía con los ojos. Después no volví a encontrar esa expresión en ningún espejo. Menos cuando Gastón se fue.

Por eso la policía me da tanto terror. En la cuadra de enfrente los chicos siguen haciendo la cola para entrar al boliche. Mi unimesa está mojada por la transpiración del vaso. La seco con una servilleta, aparto mis anotaciones, pido de nuevo fuego. La cerveza se acabó y yo no llevo documentos. Aún no tengo noticias de Sebastián. Leo en mi libreta:

Mi boca murió en el vaso
que ya tiene mi olor.

Tengo más perfume para cuando él quiera.

Mis dedos transparentes
arriman su espalda antes de dormir.

Le doy un beso cansado en medio de los omóplatos
y
su uña violeta se cae del todo.
¿Será ésta la última noche?

***

Comentarios

me encantouuuu
Molina dijo…
escribìs lindo, Julia
Julia dijo…
Gracias, Molina y Tomás. =)