El Indio

La cuerina del sillón se me pega a las piernas. La cortina apenas se mueve. Es la hora de cenar, pero comí tanto durante la tarde que no tengo ganas de cenar. Los pensamientos se ordenan antes de proclamarse como tales. Puse un disco que hacía mucho no escuchaba. Pensar que hace más de diez años lo escuchaba todos los días. En esa época tenía patio y perro. Un perro que era de lo más callejero. Nunca lo saqué con correa porque era capaz de tirarme al piso con tal de correr su libertad. Indio, se llamaba, de apellido Solar. Le había puesto Solar porque era un perro muy luminoso. Parado en sus patas traseras era más alto que yo, pero era tanto el idilio que teníamos el uno con el otro, que a veces cuando estaba tirada en la reposera tomando sol, el Indio se me subía y nos abrazábamos. Ahora que lo pienso, fue increíble haber llegado a esa posición. Nos quedábamos unos segundos así, escuchando los ruidos de la tarde, y se bajaba torpe. Yo me dejaba rasguñar por esas pezuñas duras. Y el Indio se tiraba en la sombra, pendiente de mis movimientos. Cuando el perro salía era porque se escapaba y se perdía a toda velocidad por la cuadra del club, doblaba la esquina y chau. Un mediodía cualquiera, yo venía de la casa de mi novio, me bajé del colectivo y lo vi.

- ¡Indio! ¿Qué hacés acá? ¡Andá para casa! – le grité sin importarme la gente en la calle. Casi nunca grito porque mi voz es tan aguda, que en el afán de hacerme respetar, desafino. El Indio vino a saludarme con esa torpeza de cuzco, las orejas frágiles y marrones se movían al compás de su excitación. Me dio dos besos y se fue. Cuando llegué a casa, él ya estaba ahí, echado en la puerta, con la lengua afuera, cagado de calor y aún adrenalínico por el paseo a hurtadillas. Quién sabe hace cuánto estaría en la calle. Con mi amiga Ana decíamos que el Indio debía tener su libertad, como nosotras, que íbamos todos los días al bar para regresar borrachas a dormir. Por eso yo respetaba sus amistades y le daba vía libre a sus fugas.

Este disco entonces lo escuchaba todos los días con el Indio a mis pies, siempre en el patio. Una tarde llegué de trabajar y estaba mi hermana, que en ese entonces era una adolescente y me dijo llorando “se murió el Indio”. Fue la frase más larga que escuché en mi vida. Tuve que esperar una eternidad para saber quién había muerto. El Indio estaba en el patio, acostado sobre una lona de toldo que había en el cuartito de las porquerías, y estaba desangrado. Mi hermana lloraba. Y yo también.

***

Comentarios

cat dijo…
no sé qué decir
Julia dijo…
Tu silencio es de estrella, Cata, tan lejano y sencillo.
Anónimo dijo…
uff, que triste

pero que masa el indio...
Julia dijo…
Si, Ema, era un perro muy rockero. Como todo lo que nos rodea.
Anónimo dijo…
Nuestras mascotas deberian ser eternas...