Febo I

Febo, le decían a mi hermano en el colegio. En sexto grado se había hecho casi famoso porque la mamá de la gorda Ducret los había vestido, a él y a sus compañeros, de granaderos, y con una coreografía acorde, los llevó a hacerles el numerito a los verdaderos soldados. Nunca entendí la intención. De fondo, la Marcha de San Lorenzo, y ellos con unas espadas de plástico y sombreros de copa alta con penachos colorados. Febo asoma, ya sus rayos iluminan el histórico convento, cantaban los pibes desafinados en el patio del colegio una vez al año. Y todos los fines de semana del año lectivo del ’87 en el Regimiento de Granaderos a Caballo. Los pibes se divertían haciendo reír a los que hacían guardia, duros como estatuas. Después me enteré de que Febo era sol. Entendí que la única razón por la que le dirían sol a mi hermano, era por tener la cabeza completamente amarilla. En la época de la primaria, mamá se empeñaba en cortarle el pelo a lo Carlitos Balá. Nadie se quejaba a los once años por ese tipo de cosas. Febo era el mayor de los dos. Mis primas también eran mujeres. Quizás por estar rodeado de mujeres desarrolló un sexto sentido de maldad. Tal vez era una venganza hacia sus propios padres o hacia la abuela, hacia mí, sus primas, tías, la gorda Ducret. Un día la vecinita que a veces quedaba al cuidado de mamá entró llorando a la cocina. Febo le había metido hormigas rojas dentro del pañal. La beba se rascaba el culo mientras mamá lo corría con el cinto alrededor de la mesa. Nunca lo alcanzaba. Febo era cien veces más veloz. Su melena se extasiaba por la cercanía de la biaba, hasta que se encerraba en el baño y salía después de unas horas. Para ese entonces, mamá ya había olvidado las hormigas en el culo, y volvía a ser su Febito, el chiquitito y protegido leoncito de crines doradas.

Con Febo íbamos a la veinte. La escuela tenía un nombre más largo, como Escuela Media Normal de San Martín Juan Bautista Alberdi Número XX. Pero nosotros sólo le decíamos la veinte, que por supuesto era del estado. Nuestros padres nos mandaban a ésa por convicción de que la escuela debía ser pública y laica. Laica, hasta ahí en verdad, porque nos mandaban a los dos a catecismo a la iglesia de la plaza. Nunca entendí por qué, ninguno de ellos era católico. Cuando crecí tuve el presentimiento de que era para deshacerse un rato de nosotros. Los sábados teníamos dos horas de catecismo y después, la misa, con lo que se aseguraban, fácil, tres horas sin nosotros. Algunos compañeros de la veinte iban a catecismo. Eso tenía más gracia, porque la verdad es que la iglesia nunca me gustó. Era un espacio lúgubre lleno de imágenes de película de terror. Lo bueno eran las canciones de la misa. Me gustaban y las cantaba con toda mi fuerza. No así Febo, que nunca lo escuché cantar. Llegar al banco de la iglesia y ver el cancionero era lo más parecido a tomar un helado bañado en chocolate, cuando el heladero daba vuelta el cucurucho y el helado quedaba con el copete para abajo y jamás se caía. Después de misa, la profesora, que además era la que tocaba la guitarra en la iglesia, nos llevaba un rato a jugar a la plaza. Entonces ya eran cuatro las horas de los sábados que mamá y papá se libraban de nosotros.

(Continuará)

***

Comentarios

me encanta jactarme de q ya lo leí entero... jojo.

te quiero, julita. hace un rato nomás estaba imaginando tu vida de domingo en pareja y me preguntaba cómo será vivir con alguien...

me voy a la calle!
besote
Julia dijo…
Cuando te lo di todavía no tenía el final. Todavía no lo tiene, siempre me faltan los finales. Por lo otro q te preguntás, es lindo, Ce, si querés otro día te cuento personalmente más detalles jugosos. Hoy, domingo, estoy trabajando, fui a hacer una nota y estoy desgrabando otra. Hay sol y todas las cosas q vos podrás apreciar desde tu perspectiva también. Buen día, buen domingo. Voy por unos mates! Besote! Y también te quiero.