Febo VIII

Escenas del capítulo anterior.

Aquel verano fumamos por primera vez. Sería lavarme las manos responsabilizar completamente a Febo de este hecho, pero la verdad es que él actuó como un verdadero cafiolo. Un pederasta pasivo de nuestros actos que, sin ser sexuales, a mí me parecían cuanto menos, delictivos. Esa tarde llovía, con lo que la pileta de Angelita no corría. Llovía, pero la abuela no se sensibilizó y lo mismo nos dejó afuera. En el parque había dos galpones, uno abierto y otro cerrado. En el abierto se guardaban las bicis y los autos. En el cerrado, colgaban los chorizos para que se secaran después de las carneadas en el patio. La abuela les clavaba la cuchilla en el cogote a los chanchos para desangrarlos, después de que nos habíamos encariñado por semanas con su gruñido y su mugre. Yo no entendía su sangre fría, pero para ella era un trámite más. A Febo, parece que no, pero le importaba que mataran a los chanchos. Tal vez por eso la abuela era tan gorda, porque miraba a los animales y se los imaginaba en la parrilla. Al menos eso creía yo. Tanta gula, que le daba el cuero para matarlos en el patio de su casa. El chillido del chancho lo tengo grabado en el cerebro. Tan bien guardado, como la risa de Febo. A veces, en el galpón cerrado, había pollitos que mi abuela criaba. Y cuando se hacían grandes, los degollaba y colgaba sus cuerpos inertes de la soga. En el galpón cerrado también había algunos estantes con cosas viejas de mi mamá y mi tía, y cajas con juguetes que habían sido nuestros. Pero nosotros queríamos fumar, entrar al mundo de los grandes. Todos fumaban, los tíos, papá y mamá, los amigos de mamá. Hasta los escuerzos que el papá de mi prima, a quien nunca llamé tío sino Gato, hacía pitar hasta que explotaban. El escuerzo daba pitadas cortitas, las expiraba, pero nunca largaba el humo, y su cuerpo se inflaba como un globo hasta que estallaba. Las tripas quedaban desparramadas en el porche de la casa de la abuela. Y el escuerzo, literalmente desfigurado. Mi prima solía limpiar la jodita de su papá. La abuela no fumaba, no sé si alguna vez habrá fumado. El Gato tenía cartones enteros de 43/70 largos, y a mí me llamaba la atención el packaging de esos cigarrillos. Dorado, más largo de lo normal, que se erguía maravilloso e imponente ante mi mirada y el pensamiento derrotista de saber que nunca iba a poseerlo. Que fueran largos me parecía una exageración de fumador angurriento. Tal vez el Gato pertenecía a esa casta de fumadores, ya que veinte años después volvíamos a juntarnos en el campo para su velorio. Él era una especie de hedonista de las peores cosas. A los treinta años ya tenía la piel arrugada y enrojecida por el sol, y una panza como la de Homero Simpson, regalo del vino. Pero volvamos a aquella tarde del ’87, que llovía y nos dejaron afuera. Desde la mañana habíamos estado planeando la fumata. El Gato fumaba antes, durante y después de comer, entonces los cigarrillos estaban siempre a mano. Incluso tenía paquetes cerrados de reserva que guardaba en un cajón del aparador, en la cocina de la abuela. Así que en un momento de descuido de los mayores, agarramos un 43/70 cerrado y fuimos los tres al baño. Allí abrimos la parte de abajo y sacamos un cigarrillo. Olía a pan dulce. Después volvimos a cerrarlo perfectamente, le pusimos un poco de plasticola y lo mandamos al final del cajón, para que, si el Gato veía sus 43/70 torpemente manipulados, pensara que era porque estaban en el fondo de todo. Después entendí que no se le presta atención a esas cosas. El Gato muchas veces estaba en pedo y no se daba cuenta de los detalles. Así que Febo escondió el cigarrillo, y seguimos como si nada. El ritual del mediodía se repitió una vez más. La abuela nos contó Caperucita Roja a cambio de que comiéramos, y nosotros a los gritos, en plena edad del pavo, bombardeándonos con el pan que era nuestra adoración. Cuando terminábamos de comer, la abuela nos hacía poner las sillas patas para arriba sobre la mesa, para barrer hasta la última miga. Claro que esta labor la hacíamos mi prima y yo, mientras Febo se ponía frente a la tele a ver cómo almorzaba Mirtha Legrand. La abuela calentaba una olla para lavar los platos y usaba poco detergente. Dejaba los platos sobre la mesada y los secábamos con mi prima. Al mediodía, una secaba y la otra guardaba. A la noche cambiábamos los roles. Después, nos hacía salir, trababa la puerta, y se iba a su pieza. Cruzamos corriendo el patio. Del cielo caían agujas de tejer. Cuando llegamos al galpón teníamos el corazón en la boca. Febo se sentó en una silla y nos puso a las dos en frente suyo. “Fumen”, dijo y nos dio el cigarrillo. Mi prima sacó un encendedor de su bolsillo y lo prendió. Salió un olor a quemado impresionante. Empezó a toser y Febo mostraba la garganta y todas las muelas. Se reía con fuerza de verdad, hamacándose en la silla, cosa que la abuela repudiaba. Mi prima sostenía el cigarrillo entre dos dedos inseguros y flacos, imitando a la tía Josefina, y hacía mímica de ser grande, sacaba el pecho hacia afuera y se tiraba el pelo para atrás. Caminaba de un lado al otro del galpón y decía “Oh, no, no quiero besarte. Gustavo Bermúdez, hazme tuya” y largaba el humo. Después me tocó a mí. Le di una seca y tosí como tuberculosa. El olor era intenso. Y el humo, como no lo tragábamos, era espeso y blanco. Pensamos que ese humo, expulsado por dos falsas fumadoras, iría a estropear los chorizos. Pisoteamos el cigarrillo en el galpón y salimos a la lluvia. Lo tiramos por arriba del tapial a la casa de al lado y volvimos corriendo al resguardo. El corazón nos iba a mil pero Febo estaba feliz.

Nos quedamos toda la tarde en el galpón abierto cantando una canción que inventamos con mi prima “óyeme tú que eres joven / (“voces amigas”, intervenía un canon hecho por nosotras mismas) / tú que sabes comprender / tú que guardas en tus manos tanta fe”. No queríamos estar en el lugar del crimen. Y a mí tampoco me hacía gracia estar entre los chorizos colgando.

(Tal vez sea el fin)

***

Comentarios

Anónimo dijo…
Dear Julita: que lindo que estas escribiendo, me resulta bastante tierno el cuento, esta buenisimo, besos y felicitaciones!
Julia dijo…
Oh, querido Jeru, gracias por tus palabras. Si voy para los pinares, te aviso. Beso grande!
cat dijo…
el ambiente del cuento me remite a una película de albertina carri
(?)

copate con los panes vos también, eh!
Bruja dijo…
me encanta. es muy tierno.
el cigarrillo olia a pan dulce... que lindo!

un beso
Julia dijo…
Qué bueno, Cata! La amasada de panes es el martes a la mañana? Es buen plan, eh!

Bruja: Gracias, beso!!
cat dijo…
ajá, martes a la mañana. dale, juntemonooos!
Julia dijo…
Estoy re complicada de laburo, Cata... pero me encantaría verte!