Febo VII

Antes.

Durante esas vacaciones del ’87 nos vino a visitar papá. Cayó de sorpresa una mañana. Fue una linda sorpresa porque yo lo extrañaba bastante. La abuela tenía fotos en el aparador, entre ellas, una de papá, que por las noches yo miraba y acariciaba con el dedo índice. Después me iba a la cama comiéndome los mocos, a llorar sin que nadie se enterara. Eso, cuando era más chica. Con los años se me pasó. Papá vino porque estaba estrenando su Renault 12. Nunca entendí de autos, pero parece que hay que hacer un viaje para ablandarlos. Había traído también al Sancho Panza que no paraba de ladrar. Igual había que tenerlo atado porque se quería montar a los galgos que el Gato usaba para cazar liebres. Mi prima amaba esos perros. Yo también me había encariñado. Una vez quise traerme a Buenos Aires un galguito de una cría de la Flecha, pero mamá me dijo que ni loca, que esos perros eran tan ordinarios que no podían estar en la ciudad. Como si el Sancho fuera de raza. Aunque algo de razón tenía mamá, porque una vez la Flecha se comió la caca de mi prima. En una de esas tantas siestas que nos dejaban afuera, mi prima tuvo ganas de ir al baño. Pero en el patio no había baño. Entonces ella nos pidió que nos alejáramos un poco y se puso a cagar en una esquina del parque. Nos reíamos de verla agachadita en el pasto con la bombacha en los tobillos y gritándonos que nos fuéramos. Cuando dijo que ya había terminado, nos acercamos con Febo y miramos el sorete. Y quieras o no, ver los deshechos de mi prima estampados en el pasto, era gracioso. Igual mucho no le importaba a ella, que comentaba la forma que tenía el sorete y todo. Después vino la Flecha, lo hociqueó un poco y de tres lengüetazos se lo comió. Nos tiramos los tres al pasto, ahogando la risa, y quedamos en no contarle nada a la abuela. Sino, no iba a querer que la Flecha nos pasara más la lengua por la cara.

(Sigue otro día).

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