Febo VI

Viene de acá.

Cuando volvíamos de la pileta, la abuela nos esperaba sentada en la mesa de chapa del patio. Todavía tenía la almohada marcada en la cara. Ella decidía nuestra merienda: una cucharada de Vascolet en toda la superficie del tazón celeste de leche recién ordeñada. O sea, un tazón lleno de algo que no era ni Nesquic ni la leche del supermercado. Esa parte del verano no me gustaba. Yo le pedía Nesquic, pero la abuela decía que salía muy caro para la miseria que le pagaban de jubilación. “Decile a tu papá que te compre”, retrucaba resentida. Se le hacían unos grumos espantosos que ni Febo ni yo estábamos dispuestos a tolerar. Entonces tomábamos mate. La abuela untaba mermelada de durazno o damasco en unos panes enormes y blanditos que anotaba todos los días en la cuenta de Zalazar. Esos sí eran panes, no esas flautitas anoréxicas de la panadería de la otra cuadra de casa. Así, las cosas en el campo tenían otro sabor: la leche, el pan, el agua, la mermelada, porque la abuela compraba Dulciora y no La Campagnola. Muchas cosas eran criticables para nuestro paladar capitalino, pero Febo y yo nunca nos quejamos del pan. Durante la siesta, la abuela se llevaba la canasta del pan a su pieza para que no la atacáramos. Más de una vez se había levantado y encontrado sólo con las migas. Es que el pan era lo mejor que hacían en el campo. Ella cortaba unas rodajas bastante gruesas, les ponía mermelada, y nos daba un par a cada uno. Después, con la panza llena, nos bañábamos los tres en el patio con el agua del aljibe que el sol había calentado durante la tarde. Por las mañanas, mamá llenaba unas ollas gigantes y las dejaba sobre la mesa de azulejos, que era a la que siempre le daba el sol. El agua del aljibe era la gloria comparada con la de la pileta de Angelita, una mezcla venenosa de sulfato de cobre y sal. Por ahí estaban llenando la Pelopincho en la casa de la abuela y Febo agarraba la manguera y nos perseguía a mi prima y a mí por todo el patio. Teníamos que correr descalzas sobre el pasto lleno de ortigas. La risa de Febo aún resuena en mi cabeza. Su boca abierta, sus dientes enormes, zarandeando la manguera con agua helada. Así nos verdugueaba, con un muestrario de su campanilla, el torso desnudo, de perfectas costillas y su mallita naranja, que parecía un short de fútbol, de los que usaban en el mundial del ‘78. Una tarde, después de que Febo nos empapara y entrara a la casa riendo, salimos en puntas de pie para la pieza y le abrimos la puerta cuando se estaba cambiando. Estaba frente al espejo. Su malla naranja estaba en el piso y su culo blanco y redondito quedó en primer plano. Se agachó en un acto reflejo. “¡Salgan!”, gritó. Nos quedamos unos segundos mirándolo desde la puerta, señalándolo, y nos fuimos carcajeando para el patio. Habíamos humillado a Febo. No nos habló por dos días. Estaba avergonzado y por primera vez había quedado indefenso. Después nos arrepentimos, pero no le pedimos perdón, nada más comentamos entre nosotras que nos había dado lástima.

(Sigue)

***

Comentarios

Al escabeche. dijo…
ehhh, lo banco a muerte a Febo!!!