De San Martín (y no de Los Andes)

No tengo barrio desde que me quedé sin casa. Lo que se dice Mi Barrio, no tengo. Igual siempre digo que soy de San Martín, donde crecí y viví hasta los veinte. Hoy yo vendría a ser una especie de homeless del barrio propio. Si bien deambulo entre Colegiales y Barrio Norte, no siento a ninguno de estos dos como propio. Colegiales me gusta. A veces vuelvo, muy de vez en cuando, y cruzo lenta por las calles de adoquines, respiro fuerte y miro el cielo, que suele ser más claro que en Barrio Norte. Eso me revitaliza. La plaza enrejada de cemento es el mejor consuelo para mi falta de barrio. Me bajo del 140, y la cruzo. Me parece que ahorro pasos hasta llegar a la casa de Colegiales. Además de homeless, soy economista de pasos. Cualquiera sea la hora, siempre hay olor a faso en la plaza. Eso me pone bien. No porque me quede a fumar con los pibes, sino porque me gusta que la gente fume. En todos los barrios hay una plaza. La de San Martín, es gigante, como las viejas plazas de pueblo que son objeto de la vuelta al perro. Hace mucho que no voy para allá, pero supongo que aquella plaza sigue libre de rejas. Ahí mismo está la municipalidad. La mamá de una amiga del secundario trabajaba en la muni, y casi siempre íbamos después del colegio a buscar plata. Caminábamos hasta la casa de mi amiga unas cuadras con los guardapolvos aún puestos y llegábamos justo para poner el fuego. Cocinábamos y después la tarde era un solo mate lavado y frío. En el mejor de los casos, fumábamos, y a eso de las siete, cuando llegaba su madre, ya estábamos repuestas y pilas para hacer el reporte de nuestra tarde de vagas.

Como a las ocho, después de pasar un rato con la mamá de mi amiga, charlar y comer las cosas ricas que ella traía, nos íbamos al bar que quedaba sobre la Avenida Tres de Febrero. Caminábamos unas diez cuadras y entrábamos al bar saludando las mismas caripelas de siempre. Nos gustaba especialmente ir ahí porque había una fonola, y el ritual de tomar cerveza requería escuchar las mismas canciones; Bestia de Carga de los Stones y El Burrito de Divididos. Después, los demás clientes ponían Deep Purple, Floyd, Los Redondos. Entonces no necesitábamos invertir más monedas en buena música. Como ése es era el bar que abría temprano, nos quedábamos ahí hasta las diez u once y después nos íbamos para el pool, a unas cinco cuadras, sobre Ayacucho. Ahí también había fonola y la lista seguía con Canción de la Redención, de Marley y Al atardecer, de Los Piojos. Jugábamos unos pooles entre nosotras y con otros que se prendían. Yo solía perder. Con el paso de las horas también iba perdiendo los reflejos. En San Martín hay una zona de tres o cuatro cuadras, sólo de boliches. En aquella época había algunos boliches de rockanroll y bares que ya no existen. Los sábados íbamos a La Patria, que quedaba a dos cuadras de mi casa materna. En el primer piso de La Patria había una barra de reggae, con un toldito de paja y unas banderas jamaiquinas. Ahí todos fumaban, y más de una vez entró la policía y se llevó a los de Chaca. Más de una vez yo los acompañé. Una noche que yo había vuelto de La Patria y ya estaba durmiendo en mi cama, escuché un ruido que venía de afuera. Era mi amiga Brenda que saltó el tapial y se metió a mi cuarto para decirme que mi prima estaba vomitando en La Patria y le pedía que yo la fuera a buscar. Ahí nomás me despabilé, me calcé mi pollera de bambula multicolor y salí. Hice las dos cuadras y al llegar al boliche, me di cuenta de que yo estaba descalza. La cuadra estaba llena de pibes con cajas de Promoción o descartables con cerveza. Limpié el hilo de baba de mi prima, la levanté, y la llevé como pude hasta mi casa. Mis viejos nunca se enteraron porque cuando queríamos, éramos muy silenciosas.

En la semana arrancaba para el colegio a eso de las 7, y me parecía que las cuadras se achicaban gracias al efecto milagroso del walkman. Siempre el mismo casette y las mismas ganas de no entrar al colegio. Pero entraba. Y al mediodía, venían los de Chaca a la puerta. Nos quedábamos charlando un rato en la loma con pasto de la puerta del colegio. Podría decirse que eran mis amigos, aunque nunca los invité a mi casa. A veces la vuelta a casa se tornaba interminable. Los de Chaca en un punto nos admiraban por ir al colegio. De ellos, sólo uno iba, al turno noche. Era justo el que siempre estaba empastillado. Chaca, le decían.

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