No tengo barrio desde que me quedé sin casa. Lo que se dice Mi Barrio, no tengo. Igual siempre digo que soy de San Martín, donde crecí y viví hasta los veinte. Hoy yo vendría a ser una especie de homeless del barrio propio. Si bien deambulo entre Colegiales y Barrio Norte, no siento a ninguno de estos dos como propio. Colegiales me gusta. A veces vuelvo, muy de vez en cuando, y cruzo lenta por las calles de adoquines, respiro fuerte y miro el cielo, que suele ser más claro que en Barrio Norte. Eso me revitaliza. La plaza enrejada de cemento es el mejor consuelo para mi falta de barrio. Me bajo del 140, y la cruzo. Me parece que ahorro pasos hasta llegar a la casa de Colegiales. Además de homeless, soy economista de pasos. Cualquiera sea la hora, siempre hay olor a faso en la plaza. Eso me pone bien. No porque me quede a fumar con los pibes, sino porque me gusta que la gente fume. En todos los barrios hay una plaza. La de San Martín, es gigante, como las viejas plazas de pueblo que son objeto de la vuelta al perro. Hace mucho que no voy para allá, pero supongo que aquella plaza sigue libre de rejas. Ahí mismo está la municipalidad. La mamá de una amiga del secundario trabajaba en la muni, y casi siempre íbamos después del colegio a buscar plata. Caminábamos hasta la casa de mi amiga unas cuadras con los guardapolvos aún puestos y llegábamos justo para poner el fuego. Cocinábamos y después la tarde era un solo mate lavado y frío. En el mejor de los casos, fumábamos, y a eso de las siete, cuando llegaba su madre, ya estábamos repuestas y pilas para hacer el reporte de nuestra tarde de vagas.
En la semana arrancaba para el colegio a eso de las 7, y me parecía que las cuadras se achicaban gracias al efecto milagroso del walkman. Siempre el mismo casette y las mismas ganas de no entrar al colegio. Pero entraba. Y al mediodía, venían los de Chaca a la puerta. Nos quedábamos charlando un rato en la loma con pasto de la puerta del colegio. Podría decirse que eran mis amigos, aunque nunca los invité a mi casa. A veces la vuelta a casa se tornaba interminable. Los de Chaca en un punto nos admiraban por ir al colegio. De ellos, sólo uno iba, al turno noche. Era justo el que siempre estaba empastillado. Chaca, le decían.
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