No estoy, dejame tu mensaje!

Mi pecho no es amplio, es más bien chico. Todo chico. El pulso se acelera y yo me asusto. Mi corazón da siempre más lento, me lo dijeron después de hacerme un electro. Pulso lento, problemas resueltos, dijo el médico. Pero el pulso se acelera y yo me agarro el pecho, que se mete para adentro. Puntadas. Como cuando hacíamos las letras en telgopor con punzón y papel brillante. El mío siempre era opaco porque el brillante era más caro. Un clavo filoso en el pecho, del lado izquierdo. ¿Será el corazón? Me acuesto, tal vez se me pase. El corazón me dice a gritos que no, que no me acueste. No entiendo qué me pasa, qué es lo que anda mal. Pienso qué pasaría si me muero en este momento. En cómo me encontrarían en unos días. ¿Mi cuerpo largará olor o seguiré así de suave y enjabonada como me gusta? Está la llave en la puerta, pero la desesperación me impide reaccionar e ir a sacarla. Porque si yo muero en este instante, en unos días alguien notaría que yo falto. Siempre hay alguien. Tiene que haber. Alguien me hubiera llamado por teléfono. ¿Y si vienen y tienen que romper la puerta para entrar? Imagino el horror de quien estuviera del otro lado de la puerta. Llamándome al celular y el contestador, con la simpatía que me caracteriza, soy Julia y no estoy, dejame el mensaje, con esa voz de pajarito. Y yo adentro, muerta y oliendo a podrido. Pensé también en las cosas que tenía pendientes, en las notas, en la plata que le debo a Juan. Tengo su plata en la billetera y no sé si él sería capaz de agarrarla. Él no sabe que esa plata es para él. Creo que no sabe que ayer cobré. Y las puntadas son cada vez más ásperas. Me meto en la cama. Las manos en el pecho. Pensaba en morir digna, que mi cara no expresara dolor. ¿Cómo será morir digno? Mi cara, más pálida y relajada, sobre las almohadas. El libro y el celular al lado. Recordé la bombacha que llevaba puesta, una blanca, está bien si me encuentran con ésa. Me gusta esa bombacha blanca. Me quedo tranquila, quiero que el punzón pare de picar. La boca del estómago me traspasa. Mi pequeña boca del estómago. Pero no sé si es un buen plan morir. No quiero morir. ¿A quién llamo? Es tarde, pero tengo que llamar a alguien. A mi viejo, sin dudas. Hola, pa, siento interrumpir tu sesión de Lost, ensayo para mis adentros. Pero ni bien atiende me descontrolo. Papi, creo que estoy teniendo un infarto, le digo, no sé qué le pasa a mi corazón, y le cuento los síntomas. Mi profesora de radio murió a los veintiséis de un infarto. ¿Por qué no puedo morir yo también? Papá me pregunta la dirección y me dice que ya sale. Me da pena que salga a la calle a esta hora. Le digo que sólo necesito que me calme, que me diga que no me va a pasar nada. Pero tranquilo como siempre, me dice vos vestite que vamos a una guardia. Hago eso. Me levanto, me alegro de tener esa bombacha, por si en la guardia me hacen desvestir, y lo espero sentada en la cama, mirando el piso, el libro, el piso. Me paso la lengua por la boca y hay una lágrima. Andá a saber desde cuándo está ahí. Pienso en mi papá viniendo a salvarme, como siempre, y las puntadas que hace diez minutos me estaban matando, empiezan a mermar.