La risa de Leo aún (parte II)

Siempre les tuve un asco supremo a los sapos. No sé bien si es su cuerpo que se desarma en saltos, o la rugosidad babosa de su piel. Tal vez el detonante sea el insoportable poder de escabullirse, meterse en la bolsa de dormir, y en un segundo hacerte perder el control de tu garganta. Cuestión que los odio desde antes del experimento con el sapo que mi hermano Leo nos hizo presenciar a mi prima Manu y a mi.

Una vez más, la hora de la siesta al sol había llegado. Una vez más, encerrados puertas afuera, tramamos nuestros pecados. Leo propuso operar un sapo, ya que en ese reducto del mapa se reproducían a lo loco, más aún en épocas de inundaciones. Y el campo siempre estaba inundado. Una vez mi abuela, que era gorda, salió a la calle levantándose el vestido al grito de estoy en Mar del Plata. Tenía el agua hasta las rodillas, y lo mismo se reía mientras los sapos muertos, arrastrados por la corriente, le pasaban por al lado.

Recaudamos entonces los materiales para el experimento. El primer paso fue atrapar un sapo bien gordo. Después de mostrarlo como si fuera una especie en extinción, agarrarlo de las patas con su cuerpo obeso colgando hacia abajo y reírnos al ver la desesperación del sapo por escapar, Leo se puso unos guantes de goma y dispuso todos los elementos de la operación sobre la tierra; un cuchillo sin filo de untar manteca, una jeringa con aguja que mi tío usaba para vacunar los caballos, témpera azul, un frasco, y un par de fosforitos que habían sobrado de navidad.

Una vez examinado el sapo, Leo le inyectó témpera azul. No sé cómo se las ingenió para clavarle la aguja enorme. No recuerdo que el sapo haya tomado la tonalidad del cielo de la casa de mi abuela. Después, verde como estaba, lo puso boca arriba y procedió a cortarle la panza con ese cuchillo deficiente. La idea era partirlo en dos. No lo logramos, aunque Leo le daba insistentemente. Se mordía los labios y se empeñaba en partir al sapo, que ya estaba muerto. Esto no va a funcionar, dijo. Dejó al sapo en la tierra y lo meó, mientras carcajeaba y nos miraba. Luego lo metió en el frasco y encendió un fosforito. Corran!, nos gritó a Manu y a mí, que ya estábamos en la esquina. Su melena rubia se movía por la carrera y los nervios. Mi mamá siempre nos cortaba el pelo a lo Carlitos Balá, y Leo era el más rubio de los dos.

Escuchamos desde la esquina el estallido del fosforito. Fue tremendo. Nos miramos los tres con ojos enormes y culpables. Volvamos, ordenó Leo. Nos acercamos con cuidado al frasco. El sapo había volado y estaba deformado y polvoriento sobre la tierra. La cabeza era la parte más grande del cuerpo, y la cola diminuta. Era como un triángulo equilátero donde la base era la cabeza. Yo quería vomitar.

Diez años más tarde me convertiría al vegetarianismo, por el solo hecho de aborrecer la matanza de animales. A Manu tampoco le gusta comer carne, pero cuentan que a Leo cada vez le sale mejor el asado.

La risa de Leo aún, parte I.

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