La risa de Leo aún

Por lo general nada tengo que objetar hacia mi persona. Estoy en un período de autoestima up. Pero me encanta, y de verdad que me hace sentir mejor, cuando guardo paquetes de cigarrillos en mis carteras, porque cuando agarro una al azar, apurada para irme a algún lugar, manoteo y ahí están. Cerraditos los Marlboro en el fondo de la cartera. Y para colmo, con un encendedor adjunto. Felicidad plena.

Hoy lo llamé al Pelu de raje para ir a tomar una cerveza. Tenía ganas de verlo. Él siempre tiene un sí y esta vez no fue la excepción. Por más de que sus empanadas estaban en camino, vino lo mismo. Entonces, mientras lo esperaba en la esquina equivocada, encontré un Marlboro de diez que andá a saber cuándo lo había metido en esa mochila. Porque no fumo siempre. No me gusta fumar, lo hago sólo cuando bebo o si estoy muy nerviosa o aburrida, esperando a alguien y es de noche. Sí, muchos peros para fumar, debería dejar.

La primera vez que fumé fue con mi prima Manu por un impulso de mi hermano Leo, dos años mayor que nosotras, que en ese entonces teníamos diez. Fue una tarde de siesta calurosa en la casa de mi abuela, que vivía en Carlos Tejedor, un pueblito de poquísimos habitantes, rodeado de campo. Árido. Heavy el verano. No nos gustaba dormir la siesta, lo considerábamos una cosa aburrida de grandes. ¿Para qué dormir cuando en verdad teníamos más energía que un amante de los buenos? En las vacaciones, la abuela no nos soportaba porque vivíamos en su casa. Éramos tres huracanes. Como hacíamos tanto kilombo y le devorámos las vituayas de la alacena, la abuela nos encerraba del lado de afuera, así ella dormía su siesta plácidamente, y se aseguraba de que su cargamento de harinas y dulces estuviera intacto para cuando se levantara. Si habremos pasado calores en esas siestas eternas. Teníamos que aguzar el ingenio para inventar juegos en el campo y no morir deshidratados bajo el sol pampeado de las 2 de la tarde.

Leo siempre fue la cabeza que ideaba los planes del trío. Digámosle El Ideólogo. Entre otras cosas, hacía revistas porno. Bueno, lo que nosotros entendíamos por porno a los 10: minas en bolas. Leo las dibujaba, escribía un par de diálogos que nos parecían zafados y a la siesta nos hacía ir con Manu a dejar las revistas debajo de la puerta de los vecinos. Él miraba la escena desde la calle de enfrente. Y se reía hasta llorar. Ese era uno de nuestros secretos. Otra de las cosas que nos sugería hacer, era poner caca de perro en una caja, envolverla cual regalo, tocar el timbre de los vecinos y salir corriendo. Después volvíamos a pasar por esa casa para ver los resultados. Una vez estaba la caja toda aplastada, con la caca desparramada en la calle. Leo estalló.

Pero la tarde que fumamos, Leo nos llevó al galpón de la abuela, que particularmente yo odiaba porque siempre colgaban, como si fuera ropa en un tendal, gallinas degolladas, chorizos y demás embutidos de los chanchos que mi abuela carneaba con tanto esmero. Esta vez teníamos que estar bien escondidos porque estábamos por cometer realmente una atrocidad: las primeras pitadas de un Derby espantoso que le habíamos afanado a mi tío. En el galpón estaríamos a salvo. El barandazo a carne fue asqueroso, me despertó como un grito, pero no me importó. Leo se sentó en una silla, se dispuso a mirarnos y ordenó préndanlo. Con Manu le hicimos caso. Al principio teníamos miedo de la tos, pero después ya estábamos cancheras, aunque jamás tragamos el humo. Leo se descostillaba de la risa. Él siempre fue un espectador de sus propias maldades. Su risa aún resuena en mi cabeza. Existen varios casettes grabados de esa época en donde reía sin parar. Seguramente de alguna cosa atroz que nos hacía hacer.

Ya llevo casi 20 años de fumadora y cada vez disfruto menos el acto mecánico de llevarme la mano a la boca. Debería abandonar el vicio, pero todos sabemos que el deber no se condice con el placer. Aunque podría comenzar por dejar de regar de Marlboros mis carteras.

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