Antes

El microondas de mi casa nueva no marca la hora como el microondas de la anterior casa. Es una tristeza entrar a la cocina y no ver los números verdes y cuadrados, levantarse en mitad de la noche a tomar agua y no saber qué hora es, cuánta chance tenés de seguir durmiendo. Antes me levantaba a la mañana, sin tener idea de la hora que era, y ponía la pava, recién ahí ojeaba el microondas y veía cuánto tiempo tenía para el mate antes de empezar a correr. Mi nueva casa es más ordenada, podría decirse, aunque en la anterior había más alegría. La cocina de la otra casa era una confluencia constante de reuniones. Pasó mucha gente por ahí, chicos y chicas, amigos o sólo personas. Cuando cocinábamos, dejábamos la puerta cerrada que daba al living porque se llenaba de olor a comida y siempre aborrecimos los olores fuertes que te atacan. Que algunos olores te tomen por sorpresa está bien, como el de las flores en la calle de mi nueva casa. En la anterior, por ejemplo, no había ni un árbol pelado en la vereda, ni un macetita penando en alguna ventana. Todas las plantas se murieron de abandono en nuestra antigua casa. A veces regresaba a la noche, después de salir con algún amigo y la casa estallaba de música. Yo entraba cantando. Daba gusto. Sonaba mucho reggae y adentro había gente que siempre se reía. Y llegaba así, como en el aire, y me encontraba a los amigos que me convidaban la última cerveza. En aquella casa yo no tenía horarios ni compromisos. Una vez alguien me asaltó por sorpresa en la cocina, mientras prepraba fernet. Eran las 3.42, lo vi en el microondas. Eso fue una sorpresa, como las flores que dicen presente en la calle de adoquines de la casa nueva.

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