Riki, la menta y su pelo

Siempre recuerdo la noche que me peleé con Ricky Espinoza. Corría el año 95 ó 96 (si mal no recuerdo), yo aún vivía en San Martín y me la pasaba de bar en bar. Entonces aquella noche de sábado no hice otra cosa que pasear mi púber rostro por el barrio. Había uno que quedaba sobre la Avenida Tres de Febrero llamado Motor Hard, un reducto en apariencia motoquero. En realidad iba medio San Martín, no era necesario tener moto. Entonces, ¿por qué no iba a ir yo? Ese lugar habrá durado un mes abierto porque siempre se peleaban los de Chaca con los chetos (habitués de Pío Baroja, el boliche de la esquina), que pasaban por la calle y que obviamente no entraban a Motor Hard. Típica pelea de todos los sábados. Ahí tocaron La Bersuit (ni bien empezaron, qué descontrolados eran esos muchachos) y Pappo, entre otras bandas que ni me acuerdo. Y una de esas noches en las que no recuerdo qué banda tocaba, habíamos ido a Motor Hard con mi amiga Ana y también estaba este chico Ricky con el pelo verde que le caía sobre las orejas en estricta raya al medio. Yo no me lo bancaba mucho porque siempre estaba bardeando y siempre me quería dar un beso. A decir verdad, Ricky no era nada lindo, entonces yo siempre terminaba por mandarlo a cagar. Pero esta vez fue la peor y me enojé de verdad, porque no sólo fue querer darme un beso, sino que hizo algo que de verdad me enojó. Él siempre venía y me contaba como andaba con su banda Flema aunque yo nunca le daba mucha bola porque andaría escuchando Grateful Dead, Fleetwood Mac y tales cosas, pero él igual venía y me decía “canto en una banda que se llama Flema, y yo me pongo el pelo así para adelante y muevo la cabeza así” y hacía la mímica de estar tocando la guitarra mientras movía compulsivamente la cabeza como lo hacía Kurt Cobain. Que me mostrara eso me hacía reír. Volviendo a Motor Hard: esa noche él estaba tomando menta y yo cerveza. Él nunca tenía plata pero siempre estaba en pedo. Entonces nos saludamos, y enseguida me pidió cerveza a cambio de que probara su menta. Le dije que no, gracias, que no me gustaba y le di cerveza. Tomó un trago y antes de devolvérmela me preguntó si podíamos mezclar su menta con mi cerveza. Negué por enésima vez, entonces él me dijo “mirá lo que hago con tu cerveza”, y derramó todo el vaso (de esos grandotes y descartables que te daban para evitar que volaran los botellazas) en ese piso de cemento húmedo mientras se reía. Juré que ésa era la última vez que le hablaba.

(Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia)