El sonámbulo

Por la ventana que daba a la calle Laprida entraba algo de luz. Yo dormía antes de que él empezara a hablarme. Al escucharlo, me incorporé y vi que él también dormía. Por fin era testigo de la confesión que él me había hecho días antes: era sonámbulo. Lo abracé y le dije al oído: estás dormido. Lo besé dos veces en la nuca y entonces él se despertó. Largó una carcajada corta y volvió a la cama. ¿No viste los pájaros? Le dije que no y lo cubrí con las sábanas finas que usábamos en verano. Él se durmió enseguida, pero no dejó de hablar, esta vez con un lenguaje indescifrable. Como élfico, le dije cuando despertamos.

Después de un año de convivir con él, ya me acostumbré a encontrar cada tanto algo distinto en la anatomía de la casa. Al principio nos causaba gracia cuando al día siguiente yo exageraba para él sus trances de noctámbulo y por las noches disfrutaba verlo, inconsciente, actuar distintos personajes. Yo le decía: me desperté porque tenía frío y me di cuenta de que no tenía el cubrecamas. Vos dormías como un oso. Me levanté y lo busqué. No estaba en el cuarto, ni el comedor, ni en el baño. Estaba en el lavarropas hecho un bollo. De esa forma yo exageraba y estallábamos de risa. Hasta que tuve que empezar a mentir. Me daba vergüenza hablar de las cosas que él hacía dormido. Ya no era gracioso.

¿La convivencia? Bien, gracias. No éramos muy apasionados sino más bien aburridos. Yo temía cada vez más la llegada de la noche. Siempre lo mismo. Cenábamos sin hablar, yo lavaba los platos, barría la cocina y apagaba la luz. Para entonces, él ya estaba en el baño. Yo esperaba que saliera y luego me cepillaba los dientes, confirmaba en el espejo que aún era joven y me iba a la cama. Pocas veces hacíamos el amor, sólo como un acto reflejo, eso al menos me conectaba con el hombre que él había sido alguna vez. Después, la noche atraía al sonámbulo y yo ya no quería jugar esa rutina. Al principio era divertido. Sin embargo, todo siempre termina por degradarse.

Uno suele recordar las últimas veces. La última vez que fue a algún lugar, que alguien nos visitó o que comimos tal cosa. Y la de ayer fue la última noche en que él me miró de esa forma, el último sobresalto a las tres de la mañana. Se levantó, me destapó y dijo mi nombre con una voz que venía como desde un pozo. Yo ya conocía el ritual. Esperé despierta al sonámbulo y lo conduje hasta el living, frente a la puerta que daba al balcón. Pensé que la calle Laprida estaría vacía un lunes a esa hora. Y entonces le hablé de volar, le hablé de los pájaros de aquella primera vez en que me habló dormido. Le dije al oído que volaríamos, que sólo así seríamos libres y le canté algo que hablaba de eso. A él le gustaba esa canción, Free as a bird. Fui buena y dulce. Le abrí las puertas del balcón y pude verlo despertar ocho pisos abajo.

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