Llego pronto, pronto a tierra

El cuerpo que veo en la cama es pesado. Quiero moverlo, pero está duro y lo dejo ahí. Aprovecho que estoy despierto y me voy. Abajo queda mi otro yo, el muerto. Me desprendo y voy de la habitación al baño. Me siento liviano. Intento mirarme al espejo y no veo nada, sólo se refleja lo que está a mis espaldas: los azulejos negros y la grifería blanca, impecable. Descubrir mi nada me da miedo, entonces sigo mi camino. Voy a la otra habitación, al living, vuelvo al baño, pero evito el espejo. Me gusta el baño porque entra una luz extraña, más clara que la del resto de la casa. Como un estallido blanco y brillante.

Todo está igual que anoche. Demasiados cigarrillos inundan un cenicero, las zapatillas desparramadas, los ojos de Pulse me miran desde el póster semi despegado. A comparación de vuelos anteriores, éste fue bajo y lento. Ya elijo cómo planear, cuándo y cómo volver. La mole de carne y huesos no se inmuta. Busco entrar de nuevo en mí y la impresión del aterrizaje es como pilotear un ala delta. Medio forzado y medio de casualidad. Esa sensación. Hace unos años hice aladeltismo desde el Cerro San Javier pero, aunque tenía miedo, me sentí bien. Qué feliz me siento, pensé. El regreso al cuerpo real es una hamaca que baja con todo. Se balancea y el miedo de caer se mezcla con la adrenalina. Adelante, atrás, y de nuevo el descenso. Como los flashbacks de las películas. Un hormigueo empieza en las manos y se desliza por los brazos. Mi organismo muta y ya estamos juntos otra vez. Es una masa uniforme, cualquier criatura de esta dimensión lo es. Las piernas se mueven un poco, como despertando. Mis ojos se abren y ven lo mismo que recién desde arriba.