Banda en fuga


A la mañana estábamos en una 4x4 meta recorrer los cerros y las dunas de Punta Loma, en Puerto Madryn. Ese día casi no tuvimos que madrugar porque nos pasaron a buscar a las 9 de la mañana. Santiago se presentó en el hotel con una sonrisa y nos condujo a la camioneta. Simpático, aventurero e infantil, este treintañero conocía de pe a pa los secretos de su Madryn natal. Al mediodía nos quedamos quietas por primera vez en cuatro días en el patio del hotel, mateando con el equipo que nos proveyó una mucama. No habíamos llevado mate y ya entrábamos en el síndrome de abstinencia. Durante cuarenta minutos nos distendimos y hablamos, como solo hablamos todos estos días. La sombra que proyectaban los álamos era propicia para aplacar el sol furioso, así el viento se hacía notar un poco más. Pensábamos en el calor que haría en Buenos Aires, en la humedad de sus rincones y nos regocijamos de saber que estábamos a salvo al sur del mapa.

Llegó la combi con destino avión. A devolver el mate y arriba. Llegó el avión. Más arriba aún. Un vuelo perfecto. Esta vez no hablamos tanto como en el viaje de ida. Creo que íbamos ensimismadas en el regreso, en lo que habíamos dejado por cuatro días. El escape había sido efímero, casi onírico, porque ahí estábamos volviendo. Vos te fuiste en un taxi volando a escribir la nota para la revista de vinos. Yo esperé al 37 que tardó 50 minutos en venir. Estaba apurada pero no podía ir contra el tiempo. Así que no tuve más remedio que esperar y avisarle a mi editor que llegaría un poco más tarde, total, podía quedarme en el archivo archi caluroso hasta las 12 de la noche y entregar la nota al día siguiente, antes de que salga el sol.

Volver es tan doloroso a veces. Pienso en los viajes que te hacen cambiar. Volvés renovado con ganas de otras cosas, pero pisás tu casa y encontrás siempre lo mismo. El mismo mensaje en el contestador, la misma luz, las mismas cuentas bajo la puerta, la misma cara en el espejo. Me pone triste estar en Buenos Aires, pero no puedo vivir escapándome.