Afuera pasa de todo

Tokio Blues comienza para mí a las 3.14. Primera página, segunda. El cansancio es mucho, pero quiero leer. Mi noche inaugural de vacaciones transcurre en una cama desconocida. Ya había escuchado el reloj, esos relojes cucú que pensé que sólo podía encontrar en algún capítulo de La Pantera Rosa. Pero no, acá suena el cucú y también otro tictac que lo desafía en un contratiempo. Los detecto enseguida, dejo el libro y recorro con la mirada las paredes de la habitación. Totalmente estampadas. Todos se fueron a dormir y me quedé sola con el cucú y los demás relojes que no paran de decirme la hora. En la pared hay un cuadro que me da miedo. Tiene pintados unos hombres y me parecen que son tramposos, sus gestos lo dicen. Y junto a mi cama, una ventana, que si la abro puedo ver el mar y la luna que mañana estará completamente llena. El cuadro, una lámpara y un barco que decoran la habitación, parecen de otra época. No estoy acá. Todo en cuanto miro tiene que ver con el mar. Hay otros relojes con forma de timón, las cañas de pescar, el medio mundo. Pero la ventana es la que invita a dispersarme de estos ruidos ajenos para asistir a otro. Las olas se ven blancas. Todo es negro en un contrapunto con la espuma que se retuerce. El telón baja salpicado hacia el mar. Me quedo viendo y dejo de mirar la habitación. El miedo se fue porque ya no estoy encerrada. Afuera hay un mundo.

Mejor sigo con el libro.



Los pies en remojo. También afuera.