Guatemala y Buenos Aires / Las ciudades vivas

Después de seis meses de desierto, con cactus y tierra, el mar más turquesa del mundo y la arena más blanca acaso inédita incluso en sueños, caí en una ciudad centroamericana. Guatemala City se parece a los barrios que caminamos. Están Puerto Madero y Palermo, Villa Crespo y Almagro, San Martín y Ballester. Los autos son feroces. Las personas cruzan la calle cagando aceites, dan un saltito al llegar al cordón y todo es algarabía. Yo no sé de qué se ríen los que corren para no morir. El uso de las malas costumbres vuelve impunes a los asesinos y mierdas a las víctimas. Así son los hábitos de las ciudades vivas.

Si las líneas peatonales fueron blancas, ahora son grises, casi invisibles; y los árboles combinan con ese verde apagado del musgo. Las luces se van prendiendo cuando cae el sol y el reflejo de la primera lluvia es milagroso. Se prende la máquina de los recuerdos, alguien cierra la puerta y se traga la llave. Nos metemos en un shopping. Pibes miran el celular, pibas miran zapatos en las vidrieras, una pareja se encuentra y hace cola en el patio de comidas. Nosotros optamos por unas porciones de peperoni en Pizza Hut. “Se ven bien”, digo y pienso que las pizzas mexicanas nunca me cerraron del todo. La masa es como blanda y el queso es raro. Las combinaciones de gustos tampoco son gran cosa. Hablamos de Kentucky. “Era más que ir a comer pizza”, coincidimos. Ir a Kentucky o El Imperio era estar frente al lugar donde estaban nuestros amigos. Las Cuartetas era salir de un recital y hacer una parada para rumbear a otro bar, a otro lado, a ver a nuestros amigos, seguir el ritmo arisco de Buenos Aires. Todo tan al alcance de la mano. “Extraño ir a un cumpleaños”, dice Martín y yo coincido. También extrañamos algunas casas, como la de Pape y Vek. “Era una casa re feliz. Simbrón también”, dice. Pienso en Simbrón y en otras casas que fueron felices pero ahora tienen capas sepia de tiempo y hasta parecen de vidas pasadas. Manuel Rodríguez fue una casa feliz. Humberto Primo quiso serlo.

Extraño Buenos Aires y los bares. Claro que a las personas también pero con Buenos Aires es distinto. Teníamos un vínculo. Cada mañana salía y estaba con mi Buenos Aires querido. La presencia de la fauna citadina era real. Ahora no nos salva ni la virtualidad de una época que exige aun más violencia que la de antes. Por eso no quiero estar en otra ciudad ahora. Porque cualquiera se parece y se me hacen como copias, pretenciosas de la única, la mejor. Me siento despechada, dejada, ninguneada. Y también cautiva, encandilada siempre. Es como si Buenos Aires me tirara un besito cada tanto, de compromiso, cuando se acuerda que existo, como un premio consuelo. No quiero que nada me haga pensar en ella porque me duele y mi carne es débil. No quiero extrañar lo vivo de una flor carnívora. Dejaré Guatemala con el corazón roto en busca de mi desierto, mis cactus, mi mar adoptivos. Buenos Aires me maltrató y Guatemala, con su fachada de hormigón, me lo recuerda. Pero aún es pronto para hablarle a mi amor. Dejaré que la distancia me devuelva digna, estoica, nueva. Y ese día me sentaré en una mesa de algún bar del centro; pediré una lágrima y escurriré mis ojos inamovibles en la ventana, tibios de tanto paisaje ajeno, movilizados por el reencuentro con un amor inolvidable.


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