Selenita

Lorena me regaló una selenita y una carta que explicaba un poco. Leí la carta y lloré. Ella y yo tenemos una grieta de miles de kilómetros en el alma. En ese momento no me animé a sacar la piedra de la bolsa verde transparente que la contenía. Con Lorena una vez nos peleamos, hace muchos años. Ella me gritó y yo dejé de hablarle. No recuerdo cómo volvimos a decirnos hola. Supongo que era inevitable porque nos queríamos. El otro día, en una fiesta, puso en mi mano un sobre con esta bolsita verde transparente. Dijo que lo viera después, otro día. Eso hice. Mientras, pedimos otro gin tonic. Después otro y otro y nos pasamos a la caipirinha. Era un cumpleaños en un country de Pilar. Bailamos y tomamos agua y alcohol en cantidades iguales. Antes de conocer a Lorena había conocido otras Lorenas, pocas. Pero la primera que me hizo pensar en el nombre fue la que duerme, la que perdió los zapatos. Otra Lorena, igual de morocha, tuvo un hijo a los 17. Con los días me animé a abrir la bolsita verde transparente y a ver con detenimiento la piedra. La saqué del envoltorio y noté cuánto pesaba. Una selenita hecha de cristales, formada por la erosión del tiempo ocupaba un espacio mínimo entre los dedos. Blanca, lechosa, delicada como un glaciar. Tiene líneas horizontales imperceptibles que nunca se tocan. Le dije a Lorena que iba a tener cerca la selenita. Los hombres imaginarios de la luna caminaron sobre este cristal que apaga la tristeza y fortalece el útero. La forma que eligió Lorena de estar cerca es con esta selenita que sostengo en dos dedos. Así, tal vez los kilómetros de grieta florezcan y los kilómetros de grieta como un Aconcagua imaginario se vuelvan de a poco una sierra, después una meseta y luego una llanura. El accidente geográfico, otrora epicentro del fuego de la tierra, es la huella que suavizará esta selenita. 

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